En el escurridizo borde de la huida

La red está al acecho. Registra cada movimiento. Así como cuando hay una helada y cada movimiento en contacto con el aire frío produce dolor, el Internet también cristaliza cada movimiento, lo hace visible, lo aísla, lo solidifica. Esos arcos que antes me sirvieron de cimiento, hoy tengo que protegerlos contra el Internet, así como si me llevara a mí misma sobre mi cabeza en forma de un holograma sensible al agua, mientras camino contra corrientes impetuosas. Pero aun así vivo bajo el principio de que a la corriente hay que lanzársele sin vacilar.

Nunca me hubiera imaginado que fuera técnicamente posible que hubiera corrientes en todas partes.[1]

A mi vida libre la compone la distracción. Ante cada bloqueo en una tarea hay otras que podrán ser resueltas más fácilmente. Así de posmoderna, al igual que mis células, funciono. Mi trabajo no es una línea de trabajo fijo, sino más bien es una habitación llena de osmóticas fronteras fluyentes, en las cuales flotan ARN, proteínas, etc. (instrucciones de trabajo y copias) donde yo agarro la primera que se me atraviese, que debido a su naturaleza y mi disposición me parezca atractiva. Así funciona mi cerebro, mi ingestión de alimentos y mis amistades.

Esto me atrae a personas que encuentran placer en el Internet y tienen sus modos de vivir. En la ciudad, en caminos rurales, en fiestas jardín, en discotecas, siempre estoy en la huida. De ahí no sale un estilo de vida. Siempre estoy de visita. Agradecida cuando le caigo bien a la gente. Agradecida también por las estructuras, por las obligaciones (de las que huyo con demasiada facilidad), por los ritmos. Si no hay Internet, hay un montón de trabajo que no puedo hacer. Esto facilita la orientación. Si allá afuera parece inhóspito, esto refuerza mi resolución de quedarme en una sola cosa.

Al Internet uno lo puede conocer, construir, es análogo a las estructuras del pensamiento. Puede ser una sonrisa si uno entiende su música. Es como la obra de un compositor, tiene que poderse leer, que apercibirse. La partitura en sí no es sensual. ¡Qué enorme es la nube de competencia ahora existente! Y los sistemas son aún más complejos, el Internet siempre nos lleva la delantera en todos los sentidos, como al proteo el suelo, como a la ballena el mar. En este aspecto somos competentes, pero a un final no llegaremos nunca.

Freedom is wasted on the free, canta Neil Hannon (Divine Comedy).

No formo parte del Internet, tampoco de una familia, tampoco de una universidad. Pero hacia allá me arrastra. ¡Ya no quiero producir resultados! Desearía que se me integrara en un proceso de trabajo. En uno que no me haya inventado yo misma. ¿No significa eso simplemente que no sé manejar la libertad de mi libertad laboral? O sea, que también tiene otros componentes. Necesita la ficción de los resultados, de las hazañas, necesita la creencia inocente de poder acabar algún día y una teoría de la perfección excepcionalmente robusta para no volverse loco trabajando como autónomo. O uno mismo crea un puesto de trabajo en el que se entabla amistad con colegas que también revolotean libremente. Que estos sean también competencia, sería en una oficina exactamente el caso. Ese no es el problema. Las relaciones ambiguas son la regla. Y entonces se va formando poco a poco una orientación común, se elabora una actitud racional hacia el propio trabajo y su relación con las personas tan diversas con las que se tiene contacto, sin caer en la locura condicionada por el aislamiento. En este aspecto la libertad podría convertirse en el suelo de lo que de paraíso se puede construir con medios humanos. En el fondo, el aislamiento es fácil de aplacar en la libertad.

El problema de la libertad es el deseo. El deseo ya de por sí nunca es libre. Éste conoce los recovecos más enredados del alma, ahí donde echa raíces cuando todo se ha vuelto una pista de skate del deleite. Para reconocer un deseo hay que reconocer las limitaciones de la propia libertad. A falta de limitaciones en la libertad exterior contra la que normalmente el deseo reúne fuerzas, éste es difícil de detectar y chispea de un lado al otro inalcanzable. La posibilidad del Internet de ir siempre a otra parte, aparece como una derogación del sufrimiento. Uno sufre como mucho por torpe, porque tenía un resfriado o empatía. Quien conoce sus deseos y en ellos confía, actúa sabiamente tanto en el mundo como en el Internet, así como aquel que tiene y cumple un vigoroso programa. Sólo quien evita el sufrimiento llega a conocer esa extraña situación que es la abstinencia del sufrimiento, la cual es también una abstinencia de la felicidad. Para una eterna niña como yo que quiere lo que ve y olvida lo que no ve, el Internet tiene un efecto tan fatalmente protector como un corral para niños: Se puede ir casi a todas partes, pero no se está nunca en el lugar indicado. Y eso que a uno le interesa de verdad,  lo sé muy bien, se encuentra en otra parte.


[1] Tampoco lo es.

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