Globos, Balcanes y literatura

Teníamos 18 años, faltaba poco para que acabase un siglo movidito, y yo y mi amigo Boris buscábamos libros con la desesperación de los adictos. En nuestra ciudad no existían librerías (o había una que no tenía casi nada) por lo que nuestras pesquisas se centraban en los estantes de familiares y amigos: preguntando, tomando prestado, robando (bibliotecas cercenadas por las limitaciones, el oficio y el mal gusto). Nos daba igual, lo que encontrábamos nos servía: éramos felices en nuestra restricción. La lectura nos motivaba a leer más, sin pensar mucho en el futuro ni en sus consecuencias. Un día nos llegó el rumor de que fulano de tal tenía las Obras Completas de Borges de Emecé, de 1979. Cuando conseguimos la dirección del que poseía dicho volumen, fuimos en la destartalada moto del Boris y tocamos todos los timbres de la cuadra hasta que dimos con la casa. Salió un tipo al que jamás habíamos visto y luego de la breve explicación del Boris entró a la casa y volvió con ese libro de tapas verdes. Arrancamos directo a la fotocopiadora y luego de una hora regresamos para devolvérselo. Que no hubieran libros (ahora tampoco hay mucho más que entonces) me parece que también era un síntoma del perfil filisteo y oscurantista que caracterizaba a quienes administraban el poder en mi ciudad: es más fácil dominar a alguien no tiene información o no sabe qué hacer con ella.

Para nosotros el mundo era ancho y ajeno, aunque eso estaba a punto de cambiar. Íbamos a tener que adaptar nuestras antenas del modelo analógico al modelo digital. Un año antes de que terminase el siglo XX ya podíamos leer en la web revistas y diarios que habían sido inconseguibles y que tenían status de mito en nuestras tertulias monotemáticas: con un clic podíamos acceder a novedades y clásicos (o al menos enterarnos de su existencia). Con un clic nos sentíamos verdaderamente contemporáneos de nosotros mismos. Pero en “la realidad” la circulación de los libros seguía siendo escasa y tenía más bemoles que armonías: precios exageradamente caros frente a sueldos paupérrimos que cada día tenían menor capacidad adquisitiva, banalización del rol de la literatura, presencia de consorcios multinacionales que se encargan de delimitar nuestra “literatura nacional” (sesgando el debate, ignorando obras y autores y descartando el diálogo entre tradiciones literarias lingüísticas que superan con creces el criterio mezquino de las fronteras como delimitador, produciendo los textos escolares que deforman el sentido de la literatura en la educación, etc.). Esta “literatura nacional”, patrocinada por estos consorcios, en muchos casos era nada más que un acuerdo ideológico entre un público (que podía comprar estos libros caros y que disfrutaba de estas historias marcadas por el sello de clase) y autor (muchas veces proveniente de este mismo público escaso). Muchos aspectos han ido minando este efecto perverso, entre ellas la accesibilidad que brinda internet.

Si bien acá no existen librerías parecidas a supermercados donde los libros se venden exclusivamente como mercancías con fecha de vencimiento (perdiéndose así en el olvido muchos libros valiosos) seguimos en la condición de mercado de pulgas cultural,  al que sólo llegan los deshechos o las sobras de los mercados grandes. Lo que algunos autores (Piglia y Link, entre ellos) denominan “balcanización” de la literatura latinoamericana. Libros basura de autoayuda, pésimas traducciones de clásicos, best-sellers espurios, pero casi nunca las obras que están transformando y ampliando nuestra lengua (común pero increíblemente diversa), cambiando las sensaciones de lo que es ser latinoamericano, reformando el canon, etc. Hasta mientras, con sus limitaciones e ilusiones, con paciencia pero también con furor, vamos a seguir resistiendo gracias a la web. Páginas de arenisca que seguimos consumiendo con mi amigo Boris. No nos vamos a rendir tan fácil.

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