Ceder la voz

Durante cuatro meses he sido un arquitecto de las palabras. No lo pensé desde el primer momento, claro: una reunión a finales de mayo en una cafetería de Berlín, un proyecto en ciernes, la reunión fundacional de Los Superdemokráticos, distribuyendo trabajo y autores con personas hasta entonces desconocidas, cerveza de trigo y tabaco ocasional. Cronogramas, apellidos, los temas de cada mes, direcciones de correo, protocolos, fechas límite.

Y un inmenso solar baldío sobre el que edificar.

(No sería el único de ese verano. Pero eso lo supe después.)

Desde aquel día, empecé sin saberlo a reconvertir mi profesión. Porque desde hace 10 años soy mercenario de las palabras. Redactor, lo llaman. Redactor en televisión, redactor en publicidad -por aquello de enmascarar la verdad, lo llaman creativo-, redactor de márketing online, redactor de contenidos. Como todos los redactores, disfrazamos nuestra condición con la aspiración de ser escritores. Publicar esa novela que duerme muerta de asco en un cajón, junto a infinitas cartas de rechazo de editoriales que ni se han molestado en abrirla. Cartas llenas de palabras vacías. Siempre las palabras.

Desde junio, me convertí en arquitecto. Involuntariamente. Antes había traducido nimiedades y novelas, artículos y frases deslavazadas: el pedazo de universo que me correspondía; y por encima de mi cabeza, las palabras de un hombre muerto. Stefan Zweig, quien aprendió cinco lenguas además de la suya propia, defendía la traducción como un paso necesario para el escritor. Servir a una obra, decía:Si hoy tuviera que aconsejar a un joven escritor todavía inseguro sobre el camino que emprender, trataría de convencerlo de que primero sirviera a una obra mayor como actor o traductor“.

Y yo, que tengo por costumbre no contradecir a los muertos, me hice arquitecto porque mi trabajo era construir puentes entre idiomas.

Aprendí muchas cosas. De los autores que traduje. De sus pensamientos. De las inmensas diferencias de percibir el mundo según en el idioma en el que se formateó su cerebro. Pero sobre todo, aprendí de mí mismo. De la humildad de ceder la voz. De desvanecerse en el acto de transmitir las palabras de otra persona. Una sensible parte de mi trabajo la hice este verano, dando vueltas por España. Varios miles de kilómetros en unas semanas. Viendo pasar desde el tren las palabras, los postes de telégrafos y los incendios. Desapareciendo de los lugares. Llevándome siempre a cuestas las palabras de otros. Tanto, que cuando me encontraba con mis amigos, o hablaba con las palabras de Claudia Rusch, o con las de Nacho Vegas. Entiende que yo a este lugar no pretendía llegar, decía, en vez de pedir una copa o el siguiente billete a otra ciudad.

Y sin embargo, los autores me acompañaban, y no eran una mala compañía. Ahora nos despedimos, y me quedo nuevamente con mis silencios y mis palabras. Tardaré en acostumbrarme otra vez a mi voz. Pero al fin y al cabo, en la vida todo o casi todo sale de otra manera.

2 comentarios sobre 'Ceder la voz'

  1. Liliana Lara dice:

    Me encantan los escritores que también son traductores, o viceversa. Stefan Zweig tiene razón! Tu novela debe ser una maravilla!

    Un beso!

  2. maremaris dice:

    Grande, muy grande, del Valle. Me lo quedo, este me lo quedo. Por Zweig, por las traducciones, por los solares baldíos, por los kilómetros, por la humildad, por volver a leer tu voz. A la saca. Alehop! :********* 8)