Angry Artist in Istanbul

Las islas de cocina ya están puestas y empacadas con amor en plástico granulado. La fachada del edificio en obra del Tatar Beyi Sokak, justo al lado de mi ventana bajo la torre de Gálata, todavía no está lista. Esto me extraña. La última semana del ramadán está empezando y en este tiempo el límite es demarcado por la diferencia entre un cordón blanco y uno negro. Y eso, a veces, no es tan fácil. Yo entiendo que eso no depende de lo que vaya a pasar, sino de lo que ahora es. Un cordón. Una cocina. Una casa.

Los tan “auténticos habitantes del microcosmos” de tátaros en la megalópolis de Estambul, son también aquí bohemios modelo. Junto con amigos expatriados, transculturales, uno se sienta en la torre de Gálata, para dejarse llevar a una especie de zona franca del canto, que de pronto ya ni siquiera existe. Uno remodela todo hasta el cansancio, la gentrificación sisea por las coloridas callejuelas empinadas. La nueva coloniense* se escandaliza, se lamenta por la muerte, y aun así está en medio de todo eso. “Todo es tan vivo”, grita la parladora estudiante de Friburgo, “tan inconvencional”, ella cree saber exactamente en qué onda vibran “los turcos”. Por alguna extraña razón me entra mucha rabia. Una obstinación bien particular emerge y ahí mismo arremete el dueño de casa bávaro gritando que está hasta aquí de los artistas de mierda, incluyendo a los escritores. “pues es que ustedes están es en Turquía” murmura su cónyuge sabiamente. Siento la necesidad de actuar y cuelgo un letrero en mi ventana que dice: ANGRY ARTIST. El resplandor de la ciudad me irradia, el puente del Bósforo iluminado con LED, que lleva al denominado lado asiático de la ciudad, más parecido a la Rivera o a la Costa Azul (Cote d’ Azur), que al Rajastán o al Ko Samui, brilla ostentoso frente al horizonte de vientos templados de Üsküdar.

Buques petroleros o de uranio de color fresa braman al lado de pequeños transbordadores, de cruceros Pullmantur de 10 pisos y veleros de nogal de cuatro palos; se construyen iglesias al lado de mezquitas, se elevan antenas de telecomunicaciones y torres de hoteles, y de las casas de los vecinos se escapa de las cortinas de malla tupida la luz azulada del televisor y la voz del presidente, que comenta, que él sólo está construyendo un segundo Bósforo, que no revelará en dónde, pero que en todo caso, el canal más navegado del mundo, o sea el Bósforo/ Boğazi, sería pronto sólo un acuario. Todo esto también podría sosegarme. Además me regalan a diario un espectáculo de fuegos artificiales. Más allá de las siete mansas colinas. Más allá del agua azul terciopelo. ¿Por qué no les es suficiente?, ¿desagradecimiento alemán?, ¿Me persigue el enfurecido dios griego Momos, que no protege nada ni a nadie de su crítica?, ¿tengo la razón y contra quién va mi ira?. El mundo me guiña el ojo amablemente y yo obstinada sigo con los brazos cruzados. Con seguridad no es por las galantes miradas de la gente, que serían suficiente para curar a todos los enfermos de TDAH** del mundo. Tampoco es por el seto de jazmines que perfuman hasta la azotea. Tampoco es por los vendedores de (helados) Dondurma, que hace divertidos malabarcitos con las paletas. No es por el beat-melange musical en la hipertrófica Istiklal Caddesi, donde una muchacha entrada en años en vestidito bordado da golpecitos a su pequeño tamborín, al lado de su esposo casi ciego que toca el acordeón. No es por ellos. Puede ser un poco porque uno se vuelve testigo de cómo una centuria de policías con ametralladoras en la zona peatonal, protegen a los transeúntes y enfurecidos manifestantes los unos de los otros, desde que se empezó otra vez a disparar en la frontera. Los escuadrones aéreos preparan el aniversario del día de la república y todo suena a guerra. Y eso que uno aquí hace mucho había dejado todo eso atrás. Se despliega una ira muy profunda que es a la vez transnacional, supraregional y humana.

De pronto la rabia es por los charcos negros del paraíso. Esos que nunca dañarán esta ciudad, la más linda del mundo, en donde todo se junta y siempre se juntó, pero que sí la quieren perturbar. Y con en ella a mí. La pera significa “pobreza” en turco y está al lado de las granadas púrpuras bien pulidas y arregladas. Eso sí que me tranquiliza. A pesar de eso, mi letrero se va a tener que quedar colgado un poco más. Por lo menos hasta que haya descubierto realmente qué tipo de ira es esta,  y si tiene patria. Yo sigo asombrada, pero entiendo que aquí no se trata de terminar las cosas,  sino de que siga quedando algo por hacer.

Traducción: Natalia Guzmán Díaz

N.T: * Neukölln: de Nueva Colonia, es un barrio alternativo donde viven muchos turcos en Berlín.
** trastorno por déficit de atención con hiperactividad

no más comentarios